Soy escritor y sé que es un camino difícil, pero que no cambiaría por nada.
Soy escritor y sé que uno, por suerte, no termina nunca de aprender.
Soy escritor y si pudiera hacer un pacto con el diablo para que me dijera cómo se hace la gran obra, o tan siquiera un “best seller”, lo haría, y nunca, ni bajo tortura, se lo contaría a nadie. Porque nadie conoce la cara de ese dios inasible, pero en su búsqueda está el atractivo, que crea adicción.
Pero, porque soy escritor, se que muchas veces el ego nos hace trampas y le perdonamos la vida a textos que no se lo merecen, porque están en el sitio inadecuado.
También se que muchas veces intuimos que vamos por el camino equivocado, que tal vez la voz narrativa o el punto de vista que adoptamos está equivocado, pero no vemos dónde está el problema, y eso nos angustia.
¿Cuál es la solución? Conozco una sola respuesta, que siempre funciona: un cómplice.
Ese otro que decide jugar para nosotros. El que no se pone en el lugar del amigo que perdona y elogia. El que no se coloca en el lugar del maestro, que tiene todas las respuestas. El cómplice juega de espejo, de abogado del diablo, para confirmar nuestras dudas y proponernos los caminos que más nos puedan ayudar para escribir NUESTRO cuento, NUESTRA novela.
Esa es la función de una tutoría, que no puede darse sin el compromiso personal entre uno y otro. Yo lo llamo complicidad.
La tutoría necesita de espacio de contacto personal, o a distancia, pero siempre íntimo, sin exposición pública, sin la mirada de terceros, donde el escritor puede manifestar sus dudas, sus temores y sus errores, sabiendo que quien lo escucha está de su lado. Siempre. Con generosidad.